Hace unas semanas Diario Información publicó una noticia ubicada en la provincia de Alicante ya que en ella es donde se encuentran los tres albergues de Alcohólicos Anónimos 24 horas del levante español. Os aseguro que los testimonios recogidos en la noticia no tienen desperdicio alguno y que gente como yo, que viva de cerca la enfermedad, va a sentirse muy identificado con todo lo que dicen.

Por cierto, muchísimas gracias a las personas que respondieron a mi solicitud de patines para los niños de la asociación 🙂 En menos de una semana, y sólo pidiéndolos por aquí, ya he conseguido varios pares 🙂 ¡Millones de gracias!

Y ahora, aquí dejo la noticia:

Lo que ellos pueden aportar no son ni datos ni rigores científicos. Son experiencias. Esperanza T. nació en una familia acomodada, comenzó a beber con 12 años y celebró los 48 hace poco en el grupo 24 horas de Alcohólicos Anónimos de Elche, después de perder el cariño de sus padres y hermanos, a sus hijos y todo lo que tenía, sus buenos trabajos, su dinero y sus ganas de vivir.

Se vio en la calle a las dos de la madrugada: «Llegué destrozada, no me conocían de nada y me hicieron una junta en la que yo pensaba que no me importaba lo que me contaran los demás, pero ahora vivo gracias a este grupo, por su motivación y su guía, porque he visto a compañeras que han salido y quiero ser como ellas». En su cara asoma una sonrisa, a pesar de que confiesa haber hecho cosas gravísimas y que «el alcoholismo es un sufrimiento muy grande, es una enfermedad cruel; yo he estado ingresada en psiquiátricos y salía de ellos con más ganas de beber».

¿Qué ha cambiado ahora para que empiece a hacer honor a su nombre de pila? «Que los compañeros te hacen ver que esto es una enfermedad, que si me tomo una copa no puedo parar, y los psicólogos, los psiquiatras y las pastillas no me servían. Para mi familia soy una vergüenza porque no lo entienden, he puesto el alcohol por encima de mis hijos, de mi estatus social, de mi trabajo… Todo lo podía comprar y acabé en Cáritas, ¿por qué? No lo sé, pero voy a cumplir dos meses y aunque tengo ganas de irme al bar de enfrente sé que esa primera copa me lleva a la muerte».

A Francisca N. le pasa algo parecido. Procedente de Madrid, acabó en la sede de Elche porque la trajo su hermana en coche y la dejó en la puerta hace cuatro meses, los mismos que lleva sin beber. «Mi terapia y mi medicina son mis compañeros. Yo tenía pareja, familia, me han tratado profesionales especializados en alcoholismo, he tomado pastillas… Y llegué sin ganas de vivir, destrozada, sin ilusión. Bebía sola en una habitación y solo salía a comprar más alcohol. Te dices que es la última vez, pero te levantas tan mal que no puedes». Las mujeres, dicen, beben más a solas en casa, escondiendo la botella, sin bajar al bar. Pero eso no significa que no tengan el mismo problema que los hombres.

Disimular

«Ya no tenía ganas de comer, pero comía para disimular que estaba bebiendo», dice Francisca, «¿a quien le cuento eso esperando que me entienda si no es a ellos?». Ni su pareja, ni sus amigas, ni sus familiares beben, no hay nada social en su forma de enfrentarse al alcohol.
Las dos hablan de que no les faltaba de nada, pero había algo, un vacío, que al principio se llenaba con la bebida y que después ya no.

Ramiro M. lleva nueve años sin beber. Lo tiene claro: «Los médicos no me decían que tengo una enfermedad y lo dice la Organización Mundial de la Salud; es una enfermedad incurable, progresiva y mortal». Él no perdió a su familia ni su casa, aunque lo habitual es que la gente que llega a Alcohólicos Anónimos 24 horas se haya quedado sin nada. Por eso lo más importante que tienen son unas camas, una cocina y un salón donde les permiten quedarse el tiempo que sea necesario. Con una condición. No beber. No crean que es fácil.

Todo es gratuito, 24 horas al día, todos los días del año. No hay profesionales, solo «alcohólicos en rehabilitación». No aceptan donativos, porque reconocen que es demasiada tentación tener dinero, dicen. Cada miembro aporta lo que puede, y los que se alojan allí se encargan de que el local que compraron con hipoteca esté en condiciones. Hacen turnos de al menos dos personas cada seis horas para atender cualquier llamada o visita y mantener la sala de juntas siempre funcionando. A excepción de la hora de la comida, siempre hay alguien tras el atril contando su testimonio y alguien escuchando.

Un requisito

Lo importante de tener 24 horas abierto estriba en que cualquiera, cuando tenga la necesidad, encuentre el apoyo: «El único requisito es querer dejar de beber, da igual la hora del día que sea, siempre que vengas hay una junta», animan. Normalmente el que aparece por allí lo hace en una situación límite, no suele ser sobrio. Muy habitual es la visita de familiares desesperados.

En los tres grupos se atiende a cinco o seis personas a la semana, aunque Rubén, del grupo Comunidad Valenciana, dice que con el buen tiempo llega menos gente. «Yo tengo una enfermedad que hace que si me tomo una primera copa algo se vuelva en el cerebro que me hace tomar otra. Entre nosotros nos entendemos, nos sentimos reflejados, y nos damos cuenta de que hay gente con los mismos sufrimientos.

Yo he estado en clínicas que costaban 9.000 euros al mes y no funcionó, he tomado pastillas a punta pala y ahora llevo cuatro años, todo entre nosotros. A mí nadie me dijo que lo que tenía era una enfermedad y cuando lo he sabido lo he entendido».
Son vivencias únicas que no tienen por qué coincidir con el enfoque que la medicina le da al asunto ni con las de otros alcohólicos. Es la angustia contada desde dentro, en primera persona.

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